De los clásicos nunca se sale de la misma manera de la que se entra. La característica y la carga emotiva de esta clase de partido impiden, aún cuando el resultado final es un empate, analizar que los dos equipos se marcharon de una misma manera. El agónico gol de Wanchope Ábila hizo girar 180 grados la aguja de las sensaciones, destrozó las observaciones que se realizaron hasta ese instante. Porque Huracán , que llegó a la cita envuelto en una situación traumática, después del espectacular accidente que el plantel protagonizó en Venezuela, y que no presentó señales positivas hace cuatro días en la Copa Libertadores, sacó a relucir el amor propio que desde hace un tiempo destacó a este grupo de futbolistas, quienes están llenos de secuelas y no pueden despertar de aquella pesadilla, aunque exponen el temperamento que siempre los hizo escapar de la adversidad. Con el grito del goleador, volvió a amargar a San Lorenzo , el rival eterno, que no puede celebrar en el Palacio Ducó desde 2009. El Ciclón tenía el festejo al alcance de la mano, pero le faltó carácter para terminar de convertirlo en realidad. Por eso la igualdad 1-1 revitaliza al Globo, que no tuvo un vuelo demasiado alto, aunque sí intenso; por eso el empate es una herida para San Lorenzo, que no logra acomodarse a la nueva idea de juego, no se amolda a la identidad que pretende el entrenador Pablo Guede para la estructura.
La tribuna popular de la calle Luna y las plateas Alcorta y Miravé, sectores que ocuparon los simpatizantes de Huracán, fue un torbellino de emociones. Los registros indican que el club tiene 26 mil socios y eran los únicos habilitados para decir presente, según las disposiciones de los organismos de seguridad. Nadie sabe cuántos eran, sí que en los pasajes donde la mano venía torcida, es decir hasta ese minuto final, el tercer minuto de descuento, se enfocaron en descargar su bronca y fastidio contra el flojo desempeño del árbitro Rapallini; parecieron muchísimos más que la cifra que podía acudir al Palacio cuando Ábila provocó el milagro en la última bola que surcó el cielo; paradoja del destino, frente al único sector de la cancha en donde no había hinchas del Globo. El éxtasis y las lágrimas invadió a todos, fue un abrazo multitudinario el que se dieron los jugadores y el pueblo quemero.
Y fue justo y merecido, porque sin un patrón de juego consolidado y resentido por las ausencias -futbolísticamente extraña horrores a Toranzo, uno de los que peor parte se llevó del accidente, junto con Mendoza y el capitán Nervo-, Huracán entendió que debía entregarse hasta el último instante. Lo hizo su técnico, con modificaciones de corte ofensivo. Esos movimientos provocaron huecos, espacios para que San Lorenzo, que solamente estuvo fino en la acción colectiva que rubricó Belluschi, entrando por el centro del área, sellara un triunfo cómodo, pero el Ciclón desperdició un par de contraataques -el más claro uno que condujo Blanco- y no mostró temple para ir adormeciendo el desarrollo en el trayecto final. La salida de Ortigoza, el titiritero y jugador más pensante, fue determinante para generar el adelantamiento del rival.
Todas las variantes que ensayó el Ciclón fueron ineficaces, tanto los cambio de nombres como de dibujo táctico. En contrapartida, los reposicionamientos que dispuso el Globo le permitieron celebrar un empate agónico, sentirse nuevamente pleno y borrarle la sonrisa a su eterno rival.
Fuente: Canchallena.com