Miles de lucecitas blancas entienden lo mismo: algo grande está por pasar. El estadio hace un silencio momentáneo, los ojos imantados en la figura del muchachito de la película. La que se está por rodar. Y él no los defrauda: el gol del récord sale de Houston y se mete en el mundo después de que la pelota volara sin escalas al ángulo. Lionel Messi no lo grita tanto, más bien se ríe. Todo lo que vendrá después se parecerá a los créditos del film, esos que pasan mientras el público empieza a hacer comentarios: la escena culminante, la que el guion se reservaba para diseñar el póster, acaba de suceder.
La selección argentina puede no ganar la Copa América, por supuesto. Porque las finales no siempre premian al mejor, y también porque la magia del fútbol suele guardarse sorpresas o giros fuera de programa. ¿Y quién puede negar que Colombia y Chile tienen argumentos para plantarse el domingo en Nueva Jersey con el pecho inflado y la misma sed? Pero si el título llega, si la Argentina abandona la sala de espera en la que se quedó dormida hace tanto tiempo, habrá sido por decantación. No hay equipo en el mundo que se instale en tres finales consecutivas porque una pelota pega en el palo y entra o pega en el palo y sale. No se llega al metro anterior de la cima del Himalaya con zapatillas de correr.
Banega por aquí, Banega por allá, para actuar de titiritero del equipo: nadie pasa la peota como él. El pincel en el pie izquierdo de Messi para colorear la jugada del primer gol. El movimiento por la banda de Lavezzi para hacer un surco y desfondarse corriendo. El juego físico de Higuaín para ganarles a los centrales en las alturas. La actitud colectiva para no ceder un metro en la cancha aunque el gol inicial pudiera invitar a recostarse y lanzar flechas. La selección dibujó un partido sobrio, seguro, convincente. Como si ser mejor que el otro no necesitara de más confirmaciones que plantarse en la cancha y jugar.
Pero no. A veces el peso específico no juega en la balanza del fútbol. Por eso también conviene valorar cómo la Argentina ha logrado instalarse tan alto sin que a nadie le llame demasiado la atención. Es su carácter dominante lo que hace parecer normal lo extraordinario. La espectacularidad del asunto, en todo caso, ayer -y casi siempre- quedó anclada en el cuerpo del chico de la camiseta 10.
No tuvo Estados Unidos más que ganas de ganar. Pero el efecto se consumió muy rápido. De principio a fin, la selección lo hizo parecer un holograma sobre el césped. Y las frases altisonantes de los días previos, leídas hoy, resultan una ironía: el juego de las palabras nunca será más determinante que el de la cabeza y los pies, verdadera sal del fútbol. Anoche, una vez más, quedó demostrado.
Cinco partidos, cuatro goleadas. El camino de la Argentina hasta la final de la Copa tuvo más contratiempos en las lesiones propias que en las piedras que pudieran esparcir los rivales. Hay dinamita en los delanteros, fortaleza en el entramado defensivo, recursos en el banco.
Hay convencimiento de qué teclas deben tocarse en cada momento, porque hay intérpretes para cada melodía. Hay toneladas de sangre acumuladas en los ojos. Hay ganas de hacer un bollito con las estadísticas negativas y comérselas a los pies de la estatua de la libertad, cuando el domingo se termine. Porque hay hambre.
Fuente: Canchallena.com